Puesta no convencional y nada complaciente describe, con crudeza inusual, un paisaje deprimente, cargado de violencia en el que cuatro marginados absolutos, luchan por sobrevivir individualmente en un territorio donde el odio, la promiscuidad, la locura y la miseria moral conforman un monstruo único de cuatro cabezas que se alimenta de hambre, represión, hipocresía y de cuanto mal social seamos capaces de enumerar. El cuerpo humano en toda su primigenia animalidad – el sexo como instinto puro, sin atisbos de condicionamientos civilizados; lo escatológico puesto con pura intención revulsiva. Es allí donde reside uno de los méritos de la obra.

Una vez más la mirada profunda de Aldo El-Jatib arremete con un tema de inmensa actualidad que trasciende el acotado universo de los linyeras, crotos, vagabundos, marginados, para sobrevolar los síntomas de una sociedad que chapalea en la promiscuidad y la suciedad.

Privilegiando una compulsiva catarata de imágenes que termina por ablandar al público y predisponerlo para aceptar códigos que no son de los más habituales en las salas teatrales. El espectáculo adopta todas las características de un ritual, ya que las acciones se enmarcan dentro de un espacio que transforma a los actores en verdaderos sacerdotes que ofrecen su cuerpo a manera de sacrificio.

Cirujas lleva el sello inconfundible de Aldo El-Jatib, su preocupación por desnudar las falencias de una sociedad frívola y cómplice, los roles de las madres, el salvajismo de ciertas relaciones “civilizadas